Los caros y relucientes
zapatitos de charol de Borja rompieron la fina escarcha que cubría el charco y
chapotearon nerviosos tratando de escapar del agua gélida y turbia. Pero los
impolutos calcetines blancos, perfectamente levantados hasta las huesudas rodillas,
filtraron el frío y el fango líquido.
-Mirad ahí abajo, hijos.-
Don José Fontcuberta de Torres Peralta acompañó su orden con el golpe sonoro de
la puerta del lujoso coche cerrándose con rudeza.
Sus dos hijos mayores, Borja y Hugo, plantaban su infantil altanería junto al vehículo, ataviados de domingo tras la misa. Pero sumidos en el desconcierto por lo extravagante de la situación. Fran, permaneció preso del cinturón de seguridad en el asiento trasero, mostrando su desasosiego tras la ventanilla velada de vaho. Don José juzgó que sus tres años no le capacitaban aún para participar de aquel episodio.
Sus dos hijos mayores, Borja y Hugo, plantaban su infantil altanería junto al vehículo, ataviados de domingo tras la misa. Pero sumidos en el desconcierto por lo extravagante de la situación. Fran, permaneció preso del cinturón de seguridad en el asiento trasero, mostrando su desasosiego tras la ventanilla velada de vaho. Don José juzgó que sus tres años no le capacitaban aún para participar de aquel episodio.
El gris del cielo parecía
querer arañar con su plomiza panza el desamparo del vertedero. Sobre el fago,
infinidad de charcos de agua turbia y terrosa brincaban agitados por los
impactos intermitentes de las gotas de lluvia que las nubes lloraban. Y un
viento lúgubre gemía entre las casas de uralita y los edificios de ladrillo. El
helor del aire aferrándose a su cara y a sus párpados, cristalizó de diamantes
brillantes sus pupilas
desorbitadas.
Desde la altura de la
cuneta de la carretera, la barriada parecía, aplastada entre el cielo pardo y
el barrizal cubierto de chatarra oxidada y papeles empapados, la alegoría
sarcástica de un sándwich de la miseria. Lágrimas de corrosión recorrían las
estructuras metálicas de unos columpios que colgaban de una sola cadena, en una
estampa fantasmagórica.
De algunas chabolas,
tuberías oxidadas apuntadas torpemente contra la verticalidad del cielo,
regurgitaban bocanadas de humo que se disipaban entre el reptar de las nubes.
Ropas tendidas de las
ventanas, se agitaban histéricas, empapadas por la lluvia y golpeadas por el viento lastrado del olor a neumático
quemado y podrido del vertedero.
Un vello verdecido y ralo
de gramíneas, salpicaba las lomas suaves que engullían con sus ocres la imagen apocalíptica.
La vida estrangulada por el barro y la basura; enfriada por la lluvia y atacada
por un viento furioso. Sepultada con sus
miserias y sus anhelos desatendidos. Con sus desesperanzas histéricas domadas
por el temple de la sobriedad endurecida del desengaño. Cubierta por la densa e
inquebrantable sombra de un cielo plúmbeo, lastrado de sueños mutilados y
podridos que gritaban desde las rasantes alturas, gimiendo por su suerte
mientras el aire fustigaba con sus latigazos el galopar majestuoso de las nubes
oscuras.
Lejos de Borja, bajo la
lluvia, unos críos desharrapados jugaban entre los hierros esqueléticos y calcinados
de un coche muerto. Tan muerto y apagado como las esperanzas de aquel pozo
oscuro e infecto de Madrid, que parecía incompatible con la luminosa y fina
delicadeza del mundo de los Fontcuberta.
Borja sintió un
escalofrío que tenía más que ver con un miedo irracional que empezaba a
hormiguear por sus entrañas, que con la temperatura rayana en los cero grados.
-Mirad bien ese lodazal.
Ahí viven los gusanos. Entre basura, barro y hedores sulfurosos. Apegados a la
miseria y a la basura como garrapatas. Como salvajes. Devorándose los unos a
los otros con un hambre ciega y asesina. Ahí habita el demonio.
Don José fruncía el ceño
y hablaba con tono grave y cavernoso. Con fulminantes destellos de una rabia
indómita despuntando en cada palabra y la mirada clavada en aquel enclave
olvidado de la periferia obrera.
El pequeño Borja tiritaba
por el frío y el pavor que la escena le provocaba.
-De allí, de esos
infectos lodazales, lanzará el demonio sus tentáculos una y otra vez contra los
nuestros. Contra los de nuestra clase. Contra los humanos que Dios creó, y
tratarán de atraparnos para arrastrarnos a su asquerosa condición de
especímenes inferiores. Dios los puso en el mundo para que sirviesen a nuestros
intereses. Pero hemos de tener siempre presente que son seres viles y envidiosos.
Y esa inquina y esa rabia que guardan
para nosotros, es una amenaza permanente
contra la que debemos estar precavidos y a la que hemos de adelantarnos.
Impactado por las palabras
mesiánicas de su padre, Borja Fontcuberta agudizó la vista a través de la fina
cortina de lluvia y su mirada se cruzó con la de uno de aquellos niños que
jugaban alrededor del viejo coche desguazado.
Borja cumpliría diez la
próxima semana. Aquel crío greñudo y mugriento, con la camiseta empapada constriñéndose contra su
menudo cuerpecillo, debía tener apenas
tres o cuatro años. Pero había un halo de senectud enturbiando su mirada. El
pequeño Fontcuberta guardaría por siempre, no sólo aquella escena, sino todo lo
que la rodeaba. Las sensaciones, los olores, el timbre de la voz de su padre,
la lluvia helada chocando contra su rostro y las gotas pendidas del flequillo
desprendiéndose y cayendo contra su americana gris marengo.
Pero sobre todas las
cosas, lo que sobrecogió su corazón y le inspiró para siempre desde las
espuelas de un miedo atroz clavado en sus costados, fue la resuelta y decidida
acción de aquel niño suburbial. Sus ojos azules, casi grises, fríos como la
muerte que parecía habitar en ese tenebroso rincón olvidado de Dios, parecieron
atravesar los suyos propios, quebrándole el iris y la pupila en mil cristales despedidos
contra el barro nauseabundo. Borja dio un paso atrás cuando el pequeño se levantó
a lo lejos sin parpadear, sosteniendo la mirada. Luego, se agachó y tomó un
puñado de fango entre sus roñosas y pequeñas manos.
Borja no entendió lo que
aquel gusano barriobajero gritaba mientras corría contra él con el brazo en
alto, amenazando con lanzarle el puñado de barro a la cara. Pero de pronto,
toda la solemnidad de las palabras de su padre parecieron cobrar sentido.
-Vámonos ya, papá.
Cuando el lujoso vehículo
retomó la carretera y se perdió más allá del lodazal, el pequeño Mario Espada
detuvo su carrera. Sus ojos claros quedaron clavados en el vacío que aquel ridículo
intruso con chaqueta, corbata y pantalones cortos, dejara en su territorio.
Pero en su mente, siguió corriendo. Volando tras el reluciente y suntuoso coche
hasta alcanzarlo y lanzar su proyectil de barro contra el parabrisas.
Ángel Molina