sábado, 14 de mayo de 2016

Los miedos de Borja





Los caros y relucientes zapatitos de charol de Borja rompieron la fina escarcha que cubría el charco y chapotearon nerviosos tratando de escapar del agua gélida y turbia. Pero los impolutos calcetines blancos, perfectamente levantados hasta las huesudas rodillas, filtraron el frío y el fango líquido.

-Mirad ahí abajo, hijos.- Don José Fontcuberta de Torres Peralta acompañó su orden con el golpe sonoro de la puerta del lujoso coche cerrándose con rudeza.

Sus dos hijos mayores, Borja y Hugo, plantaban su infantil altanería junto al vehículo, ataviados de domingo tras la misa. Pero sumidos en el desconcierto por lo extravagante de la situación. Fran, permaneció preso del cinturón de seguridad en el asiento trasero, mostrando su desasosiego tras la ventanilla velada de vaho. Don José juzgó que sus tres años no le capacitaban aún para participar de aquel episodio.

El gris del cielo parecía querer arañar con su plomiza panza el desamparo del vertedero. Sobre el fago, infinidad de charcos de agua turbia y terrosa brincaban agitados por los impactos intermitentes de las gotas de lluvia que las nubes lloraban. Y un viento lúgubre gemía entre las casas de uralita y los edificios de ladrillo. El helor del aire aferrándose a su cara y a sus párpados, cristalizó de diamantes brillantes sus pupilas  desorbitadas. 

Desde la altura de la cuneta de la carretera, la barriada parecía, aplastada entre el cielo pardo y el barrizal cubierto de chatarra oxidada y papeles empapados, la alegoría sarcástica de un sándwich de la miseria. Lágrimas de corrosión recorrían las estructuras metálicas de unos columpios que colgaban de una sola cadena, en una estampa fantasmagórica. 

De algunas chabolas, tuberías oxidadas apuntadas torpemente contra la verticalidad del cielo, regurgitaban bocanadas de humo que se disipaban entre el reptar de las nubes.

Ropas tendidas de las ventanas, se agitaban histéricas, empapadas por la lluvia y golpeadas por  el viento lastrado del olor a neumático quemado y  podrido del vertedero. 

Un vello verdecido y ralo de gramíneas, salpicaba las lomas suaves que engullían con sus ocres la imagen apocalíptica. La vida estrangulada por el barro y la basura; enfriada por la lluvia y atacada por un viento furioso.  Sepultada con sus miserias y sus anhelos desatendidos. Con sus desesperanzas histéricas domadas por el temple de la sobriedad endurecida del desengaño. Cubierta por la densa e inquebrantable sombra de un cielo plúmbeo, lastrado de sueños mutilados y podridos que gritaban desde las rasantes alturas, gimiendo por su suerte mientras el aire fustigaba con sus latigazos el galopar majestuoso de las nubes oscuras.

Lejos de Borja, bajo la lluvia, unos críos desharrapados jugaban entre los hierros esqueléticos y calcinados de un coche muerto. Tan muerto y apagado como las esperanzas de aquel pozo oscuro e infecto de Madrid, que parecía incompatible con la luminosa y fina delicadeza del mundo de los Fontcuberta.

Borja sintió un escalofrío que tenía más que ver con un miedo irracional que empezaba a hormiguear por sus entrañas, que con la temperatura rayana en los cero grados.

-Mirad bien ese lodazal. Ahí viven los gusanos. Entre basura, barro y hedores sulfurosos. Apegados a la miseria y a la basura como garrapatas. Como salvajes. Devorándose los unos a los otros con un hambre ciega y asesina. Ahí habita el demonio.

Don José fruncía el ceño y hablaba con tono grave y cavernoso. Con fulminantes destellos de una rabia indómita despuntando en cada palabra y la mirada clavada en aquel enclave olvidado de la periferia obrera.

El pequeño Borja tiritaba por el frío y el pavor que la escena le provocaba.

-De allí, de esos infectos lodazales, lanzará el demonio sus tentáculos una y otra vez contra los nuestros. Contra los de nuestra clase. Contra los humanos que Dios creó, y tratarán de atraparnos para arrastrarnos a su asquerosa condición de especímenes inferiores. Dios los puso en el mundo para que sirviesen a nuestros intereses. Pero hemos de tener siempre presente que son seres viles y envidiosos.  Y esa inquina y esa rabia que guardan para nosotros,  es una amenaza permanente contra la que debemos estar precavidos y a la que hemos de adelantarnos.

Impactado por las palabras mesiánicas de su padre, Borja Fontcuberta agudizó la vista a través de la fina cortina de lluvia y su mirada se cruzó con la de uno de aquellos niños que jugaban alrededor del viejo coche desguazado.

Borja cumpliría diez la próxima semana. Aquel crío greñudo y mugriento, con  la camiseta empapada constriñéndose contra su menudo cuerpecillo,  debía tener apenas tres o cuatro años. Pero había un halo de senectud enturbiando su mirada. El pequeño Fontcuberta guardaría por siempre, no sólo aquella escena, sino todo lo que la rodeaba. Las sensaciones, los olores, el timbre de la voz de su padre, la lluvia helada chocando contra su rostro y las gotas pendidas del flequillo desprendiéndose y cayendo contra su americana gris marengo.

Pero sobre todas las cosas, lo que sobrecogió su corazón y le inspiró para siempre desde las espuelas de un miedo atroz clavado en sus costados, fue la resuelta y decidida acción de aquel niño suburbial. Sus ojos azules, casi grises, fríos como la muerte que parecía habitar en ese tenebroso rincón olvidado de Dios, parecieron atravesar los suyos propios, quebrándole el  iris y la pupila en mil cristales despedidos contra el barro nauseabundo. Borja dio un paso atrás cuando el pequeño se levantó a lo lejos sin parpadear, sosteniendo la mirada. Luego, se agachó y tomó un puñado de fango entre sus roñosas y pequeñas manos.

Borja no entendió lo que aquel gusano barriobajero gritaba mientras corría contra él con el brazo en alto, amenazando con lanzarle el puñado de barro a la cara. Pero de pronto, toda la solemnidad de las palabras de su padre parecieron cobrar sentido.

-Vámonos ya, papá.

Cuando el lujoso vehículo retomó la carretera y se perdió más allá del lodazal, el pequeño Mario Espada detuvo su carrera. Sus ojos claros quedaron clavados en el vacío que aquel ridículo intruso con chaqueta, corbata y pantalones cortos, dejara en su territorio. Pero en su mente, siguió corriendo. Volando tras el reluciente y suntuoso coche hasta alcanzarlo y lanzar su proyectil de barro contra el parabrisas.

 


Ángel Molina

miércoles, 4 de mayo de 2016

La fotografía sobre la mesita de noche




La fotografía ha cambiado en los últimos años y la estampa íntima y agreste guardada con celo por aquel negativo, ha sido arrasada por la impertinente irrupción de los nuevos tiempos. El criminal galope de la vorágine inmobiliaria y el salvaje capitalismo del ladrillo, hundieron sus cascos devastadores en el tierno corazón de aquel rincón del mundo, arrasando el alma silvestre  e inocente de esos acantilados de roca, recogidos sobre las limpias calas de arena gruesa y aspecto perlado.

Pero décadas atrás, el pequeño Juan Manuel Domínguez Baena reía despreocupado con sus hermanos, retando al inmenso mar  con sus pequeñas incursiones contra las olas, que morían sangrando su espuma blanca sobre la playa. Un sol limpio y tórrido bruñía su piel infantil, tersa y fulgente por el agua, la crema y el sudor.

Durante el año, la familia vivía recluida en complejos de viviendas ajenas al mundo. Un espacio de lujos cercado por muros altos y alambradas de espino que mantenían la presión de un universo convulso arañando el exterior de sus defensas. Sólo en ocasiones, la familia escapaba de aquella aséptica atmósfera de suntuosidades para flotar entre la miseria del exterior en su burbuja siempre infranqueable de seguridad.

A la corta edad de ocho años, la carrera diplomática de su padre zarandeaba las velas de su común galeón, arrojándolos a todos contra los rincones más exóticos del planeta. Con toda la crudeza de la palabra “exótico” apuñalando el corazón y los grandes ojos del  pequeño Juan Manuel. Desde las entrañas negras y hambrientas de Bamako, hasta los olores a pólvora y a podrido de un  Kabúl desgarrado por una guerra infinita. Desde la macabra  violencia opresiva de San Salvador, hasta el ajetreo distendido de un Pekín siempre encapotado por una nube densa de contaminación.

Por aquellos lejanos tiempos, el pequeño Domínguez  tenía apenas conciencia de lo particular de su vida errante. Quizá algún arañazo en el alma producido por las escenas desnudas del pudor de lo seráfico. Quizá alguna quemadura en la ternura de un corazón aún permeable a las inclemencias del mundo. Quizá algún zarpazo en la garganta de las imágenes crudas que se sucedían más allá de la ventanilla blindada del coche diplomático con que perforaban la realidad ardiente y correosa de la necesidad ajena. Adormecidos por  las caricias hipnóticas del climatizador y los susurros melódicos de la música neutra del radiocasete.

Luego, como todos los veranos hasta aquél, un avión envuelto en la estampa fulgente del pájaro de la libertad les cargaba sobre sus lomos para navegar sobre un  mar de pálidos cirros y devolverles a las cálidas costas de Gerona. Y allí consumían sus días de estío. Desbocados por la proximidad de otros niños, de otras gentes, de un mismo idioma, de una seguridad marcada por la ausencia de los escoltas y el desvanecimiento de los mundos tensos y amenazantes de los despojados. Allí volvían a ser niños en un universo de ternura familiar y sonrisas distendidas. Y los pinos de los acantilados se inclinaban para contemplar ensimismados sus juegos sobre las arenas de las calas y los destellos de las olas.

Aquel sería uno de los últimos veranos que la familia disfrutase de aquella rutina agradable.

Poco después, un atentado en Beirut acabaría con la vida del  hermano mayor, y el cielo azul de la vida infantil se emborrascó; la lluvia fría de un dolor inmisericorde, desatento de la inocencia ávida de clemencia, empapó las ropas infantiles de un alma con acné de adolescente y ojeras de pesadilla. Y el mundo pareció cambiar de rumbo contra el naufragio del galeón familiar con las velas desgarradas y varado en una ola inmóvil. Congelado en la inmisericorde soledad de un océano desquiciado.

Así se quebró la idílica burbuja de los Domínguez, y todo el hedor del  mundo irrumpió sin reverencias en sus pulmones. Desde entonces, posicionado en un silencio sobrio, la densa inquina de la realidad se adhirió a la piel del pequeño Juan Manuel, y los países que habitaron durante los años siguientes se convirtieron en una obsesión para el hambre de un ansia de conocimiento que devoraba con desesperación preguntas y respuestas. Una vida apegada a las labores diplomáticas de su padre y su frío mundo de pasillos, reuniones y buenas maneras escondiendo ocultos intereses. Y al otro lado de los muros el eterno olor a podrido de las alcantarillas mezclándose en una pugna interminable con  el embriagador aroma de las especias, del pan caliente y de la carne de cordero a la brasa de los puestos callejeros.

De ese modo, entre la pinza de dos realidades irreconciliables, el pequeño Juan Manuel fue muriendo; y el joven diplomático y político Domínguez Baena fue haciéndose un hueco a la sombra de su padre y al calor de esos mundos que ilustraban su conciencia y su percepción. Cada rincón del orbe que sus ojos apresaron, dejó su tatuaje en su piel y su olor en sus pulmones. Y así, Domínguez se hizo a sí mismo como a un tapiz de retazos y jirones de planetas distintos y agónicos, bordados sobre la seda uniforme de una vida de lujos y de cariñosas atenciones, pero con el hilo del dolor, y las fragancias de las grandes cosas tratadas con la sutileza amable de lo intranscendente.

Tristemente, aquellos años lejanos de paz y pureza, previos a la muerte de su hermano Jaime, quedaron desterrados al sótano de la memoria, donde los recuerdos se cubren de polvo y de telarañas. Pero la familia alegre que una vez fuera, con el mar a la espalda, fundidos en un abrazo común, sonreía  desde los  días pretéritos al objetivo de la cámara. 

Sólo una fotografía robada a un segundo de actividad despreocupada y felicidad impetuosa, conservaba el brillo tenue de un tiempo pasado desde el marco de madera sobre la mesita de noche de Don José Manuel Domínguez Baena, actual ministro del interior del gobierno español. 


Ángel Molina