Esclavo de sus pequeñas
piernas infantiles, le resultaba difícil trepar por los elevados peldaños de la
escalera de caracol; chapoteando descalzo sobre los charcos que se formaban en
el irregular hormigón de los escalones. Con habilidad, sorteaba las largas piernas de los adultos que bajaban la mirada sorprendidos.
En ocasiones,
incluso, alguno de ellos le cogía en brazos para bajarle de nuevo al césped, riñéndole por
tratar de llegar a lo alto.
Pero allá volvía Juan a
la carga con inconsciente decisión, encarando una vez más las largas escaleras
del trampolín.
No sabía nadar aún, pero
ese detalle era apenas una anécdota insignificante,
incapaz de detener un ímpetu indomable, que azuzaba con su testarudez
irreflexiva desde las entrañas del pequeño ser.
El plan trazado obviaba el
asunto de la natación, planteando la alternativa de la apnea como solución
prodigiosa. Sólo había que bucear desde el punto de impacto hasta la escalerilla
metálica del bordillo. Hazaña de simple ejecución en la abstracción de la
mente, pero a la que Juan concedía secretamente la gravedad de una dificultad
inherente, incrementada por la agonía
del fallo hipotético en la tentativa.
En cualquier caso, el esfuerzo y el
riesgo se veían ampliamente recompensados por la emoción del salto.
Por mucho tiempo después
de aquello, cuando se paraba a recordar,
a Juan le conmovía la huella de aquellas sensaciones.
La emoción del cosquilleo que le provocaban
los fríos dedos del miedo jugando a revolver las tripas, al avanzar a través de
la larga y estrecha tabla; encaminándose hacia el borde contra las presas del
vértigo que trataban de asir sus tobillos infructuosamente. La amenaza tenaz
del abismo abierto, más allá de las reducidas dimensiones del tablón, era sin
quererlo parte del reto que espoleaba la empresa.
La imponente vista desde
la altura, parecía doblegarse bajo sus diminutos pies, como en una reverencia
sumisa y grave a su gigante figura infantil.
Abajo en el césped, su
hermano gritaba y lloraba aterrado ante la imagen del flotador de cabeza de
pato desinflándose mientras abrazaba su cintura. Al pobre le causaba pavor esa escena en que la silueta
comenzaba a desfigurarse en un gesto macabro, plegándose agónica sobre sí
misma, mientras el aire se fugaba a raudales por la válvula abierta y su padre
se reía divertido por la situación.
Su madre, por el
contrario, se enfadaba y recriminaba a su marido que asustase al crío con aquel
espectáculo una y otra vez. Tampoco le gustaba en absoluto que permitiese a
Juan subir al trampolín para lanzarse a la piscina. Sin saber siquiera nadar.
Sufría con todo aquello y los nervios le consumían, cosa que parecía causar cierto regocijo
simpático en el padre de los niños.
Juan avanzó hasta el filo
de la tabla y con un salto decidido, se lanzó escorado hacia la izquierda,
recortando en la caída la distancia horizontal que le separaba del bordillo.
Aún recuerda el empujón que da el valor para romper la resistencia del miedo
natural, de la conciencia instintiva de la evasión del riesgo. La patada
decidida al abismo. No olvida el vacío en el estómago ni el clamor en el pecho; el cosquilleo, la duración de la caída. La azul superficie elevándose vertiginosamente
hacia él con los destellos del sol fulgiendo rabiosos al ritmo nervioso del
agua agitada. Como muchos años más tarde vería la tierra pedregosa buscando el
encuentro violento con sus botas militares descendiendo del cielo tras lanzarse
de un avión sumido en similares sensaciones.
Rompió la superficie y se sumergió
hasta el fondo, buscando el suelo para impulsarse hacia la escalerilla. Buceó
hasta quedarse sin aire, antes de lo previsto, y sufrió hasta alcanzar la
orilla. Salió del agua aturdido, tosiendo y sobrecogido, aunque iluminado con
una sonrisa enorme de satisfacción.
Lejos, a unos cuarenta
metros, su madre parecía incómoda mientras buscaba los bocadillos en el cestón.
Su padre, algo nervioso, trataba ahora de esconder el flotador de la vista de su
hermano, que se había convertido en el centro de atención de todos los usuarios
de la piscina. Aullando estridentes alaridos mientras el pato de plástico se
consumía una vez más.
Juan sonrió, y con el
corazón acelerado, corrió de nuevo hacia
la escalera del trampolín.
Ángel Molina
Me trae recuerdos de mi propia infancia y de esos veranos familiares en la piscina publica a reventar de gente.
ResponderEliminarPero tengo una duda, éste Juan es el mismo de la historia de colombia y de afganistán? Es el mismo personaje todo el rato?
Por qué los primeros relatos están en primera persona y firmados por el mismo y los otros están firmados por Sergio?
Bueno son dos dudas...
Un saludo y enhorabuena por el blog
Me trae recuerdos de mi propia infancia y de esos veranos familiares en la piscina publica a reventar de gente.
ResponderEliminarPero tengo una duda, éste Juan es el mismo de la historia de colombia y de afganistán? Es el mismo personaje todo el rato?
Por qué los primeros relatos están en primera persona y firmados por el mismo y los otros están firmados por Sergio?
Bueno son dos dudas...
Un saludo y enhorabuena por el blog
Hola Elo. Gracias por tu comentario,me alegro de que te evoque un pasado agradable.
EliminarEn efecto, Juan es el mismo personaje desde Collblanc, hasta los pasajes de Afganistán o el de Colombia. Los relatos saltan en el tiempo hacia delante y hacia atrás. Los primeros los cuenta el propio Juan en primera persona y los otros los narro yo...
Gracias por tu interés. Si te surgen más dudas, pregunta sin problemas.
Pues me ha encantado. Además, es que me has devuelto sensaciones, miedos, imágenes, niñez y atrevimiento. Lo dicho, me ha encantado. Voy a ver si encuentro un trampolín.
ResponderEliminar¿Que tal, Ben? Es un honor rejuvenecer en ti la percepción sensitiva y devolverte a la infancia, espacio por lo general más agradable. Al menos desde la perspectiva miope de ésta etapa adulta, que empieza a sufrir de melancolítis. Eso al menos me sucede a mi. Nostalgitis aguda con un cuadro severo de melancolitis. Suerte que la medalomismitis, que también padezco, contrarresta un poco los síntomas de lo anterior.
EliminarDe todos modos, si encuentras un trampolín digno con agua suficiente bajo su vertical, avísame y te acompaño.
Entretenido, nostálgic y evocador. Seguro que trás la lectura muchos se recordarán parte d su infancia.
ResponderEliminar¿ con qué edad tenías tan grandes aventuras ?
Hola Ana. Me alegra que te guste el relato,siempre es gratificante provocar sensaciones en los demás. Es como una confirmación de que estamos vivos y nuestras acciones tienen su incidencia sobre la colectividad. Cosa reconfortante y que justifica, en parte, la influencia del mundo sobre nosotros mismos, como seres individuales.
EliminarPues las aventurillas estas, que tampoco son tales, sino apenas fotografías de situaciones convencionales más próximos a la rutina que a las grandes epopeyas, son vivencias que no me pertenecen.
Concretamente Juan, quien protagoniza este relato, debía tener entre tres y cuatro años en esos momentos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarHola, Sergio, por los comentarios anteriores veo que este relato es una continuidad; no obstante está tan bien escrito y conseguida esa atmósfera pretendida, que tiene para mí entidad propia y me ha encantado. Te felicito. Saluditos.
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