viernes, 5 de febrero de 2016

Su segundo ocaso


Las piernas le temblaban levemente, debilitadas por el esfuerzo y por un cansancio pegajoso como la humedad ardiente de la selva. En la escarpada cima del cerro, la densa vegetación parecía darse la vuelta y mirar hacia los angostos valles, tratando de disimular. Pretendiendo que no se percataba del claro de hierba verdecida que luchaba por abrirse un espacio entre la jungla densa. Pero la jungla, magnánima,  concedía ese rincón a la luz, al aire; a la misma sierra, enterrada bajo una vegetación espesa que había dejado a la tierra huérfana de sol. Chejas y tucanetas esmeralda volaban sobre el claro con sus llamativos colores, apenas visibles ya por la próxima caída de la noche.

En completo silencio, los guerrilleros fueron surgiendo de la espesura con el susurro de las hierbas rozando sus ajadas botas. Siluetas sigilosas y cabizbajas, cargadas con mochilas enormes y fusiles que desprendían olor a pólvora quemada. Como una danza sincronizada, los hombres ojerosos de rostro hastiado y mirada perdida, fueron rodeando la linde del claro.



De pronto, uno de ellos se detuvo. Los demás se congelaron en el acto. Luego hundió la rodilla en la hierba húmeda e hizo una señal con el puño que todos obedecieron, arrodillándose también y encarando con sus  armas hacia las sombras amenazantes que cercaban el descampado.

Descansarían allí unos minutos. Habían coronado el cerro y una bruma espesa corría abajo, con su arrastrarse sinuoso por entre las quebradas, como un río blanco que sepultaba a su paso el verdor  de aquel rincón de la  selva colombiana.


Juan se recostó contra la mochila y asentó la ametralladora frente a él. Sudaba como un océano desbordándose. Las cintas de munición dispuestas sobre los hombros clavaban las puntas de los cartuchos contra su cuello y la espalda había dejado de sentir el peso del  enorme morral, entumecida ya y falta de riego sanguíneo.

Estaba exhausto. Llevaban días corriendo, huyendo de un enemigo al que por fin parecían haber dejado atrás, después de jornadas de combates que habían diezmado la columna. Por un momento, Juan cerró los ojos y respiró con un ansia de oxígeno casi enfermiza, hasta que los pulmones parecieron deshilacharse por la presión. Luego mantuvo el frescor del aire limpio dentro de sí, tratando de aplastar los hedores a podrido de la atmósfera viciada e infecta de la jungla que se adhería aún a sus fosas nasales y a sus alvéolos.

Corría una brisa agradable que al acariciar su piel sudada, parecía rebajar el volcán de sus venas, que irradiaba un calor infernal  a cada célula de su castigado cuerpo.  De una de las cartucheras, sacó la pequeña pipa de madera del comandante Garzón. El comandante niño. El líder de la compañía, que con solo dieciséis años había muerto despedazado por  una granada de mortero hacía un par de días.

Era cuestión de tiempo, –pensó Juan- dieciséis primaveras enfrentando a la muerte cada día, tenían que traer, antes o después, el invierno eterno.

Por unos minutos, Juan se dejó llevar por los caprichos de una memoria corta, empeñada en ordenar el caos de miedos, muertes y penurias de los últimos días, enmarañados en un zarzal de espinosos dolores.  Sus dedos ennegrecidos por la pólvora y la sangre reseca, jugueteaban con la pipa de Garzón.

Pero de pronto, la memoria saltó al abismo infinito de tiempos lejanos. Espoleado por un aroma, un beso de aire freso, el vuelo errático de un murciélago tempranero… No supo bien por qué. Tampoco le importó el motivo. Sin embargo agradeció la sensación de paz que le invadió súbitamente.

Al mirar al frente, donde el cerro se despeñaba contra los abismos verticales de la sierra verde, una escena familiar le golpeó como un hachazo de nostalgia repentina. Sobre su cabeza, el cielo infinito se cernía abovedado contra el horizonte. Desde el negro incipiente de sus espacios verticales, iba degradando la contundencia azabache de su manto, engullido por un azul marino, un índigo, un celeste cada vez más verdoso.

En algún momento, bajando la vista, el verde se desleía en un amarillo dorado que cobraba un tono más y más anaranjado, hasta fundirse en el rojo incandescente sobre el horizonte; en cuyas llamas se quemaban las siluetas negras del perfil lejano al contraluz. 



La brisa agradable, la sensación de calma, el cuerpo cansado, la hierba húmeda…

La escena del ocaso le devolvió a un tiempo pasado que se aparecía ahora como el espejismo de un sueño volátil e irreal. Un recuerdo entre brumas. Su hermano sentado sobre las piernas de su padre, mientras este explicaba cómo plasmar el atardecer en una pintura; cómo verter los recuerdos de un cielo de cromatismos infinitos en un pedazo de papel. Aquel parque de su infancia. Los años se le atravesaron en la garganta como una espina envenenada y la distancia y los años transcurridos, parecieron gritar su alarido contenido durante algo más de dos décadas desde el rincón oscuro de su abismo ignoto.

Juan estuvo a punto de preguntarse qué habría sido de aquel chico que, con el balón entre las manos, escuchaba atento la voz aún joven de su padre; perdida la mirada en el cielo teñido de un sol en agonía. Qué habría sido de aquel padre, de aquel hermano, de aquel  rincón del mundo. Qué habría sido de aquel tiempo arrasado por  los años.

Pero no lo hizo. No quiso preguntárselo. Temió romperse. Por un instante sintió el suelo temblar bajo sus pies y el alma pareció gemir antes de crujir y quebrarse.

El destino, su rabia, su rebeldía, su voluntad, sus convicciones, sus ansias absurdas de aventura… quién sabe. El capricho de los otoños transcurridos había arrancado a aquel crío de las entrañas grises de Collblanc, de los atardeceres dulces del parque de Cervantes, de los campos dorados de Castilla, de los desiertos resecos de Afganistán, del  amor incondicional de los suyos, de Alba, de sus hijos…

Y como un grano de polen, ese insensible torbellino había empujado su vida contra los pliegues abismales del coloso andino, sumergiéndole en el infierno oscuro de una guerra a muerte entre la razón de las sombras  y  los oropeles de la sinrazón.


Ángel Molina


9 comentarios:

  1. La vida siempre transita por caminos ajenos a nuestra voluntad. Al menos queda la esperanza de ser dirigidos por la fantasía de un buen escritor y tener así una existencia decente. Un buen relato para una historia triste, por veraz.
    Un pacífico saludo desde la trinchera.

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    1. Gracias, Ben. Me alegra tenerte de nuevo por aquí, resulta reconfortante contar con un compañero leal en esta batalla eterna del alma contra las limitaciones de la palabra.
      Un saludo.

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  2. Te felicito, Sergio por tu exquisito y cuidadoso lenguaje narrativo, esas espléndidas descripciones cubiertas con ese halo inspirador de quien sabe deleitarse con la belleza de la simplicidad hasta la descuartizada mirada de auxilio del sentimiento que brota en tus palabras.
    Un estilo personal lleno de realismo en este caso y que me ha gustado descubrir por casualidad o causalidad (que todo en esta vida sucede por alguna razón) en Blogger House, a través de tu comentario.
    Te enviaré una invitación personal para participar en la sección "Mundo del arte" dentro de mi comunidad SALIENDO DE LA MATRIX, pero eso si, sin compromiso alguno y sin plazo de respuesta, solo a tu libre albedrío.
    Cordiales saludos

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    1. Gracias por tu comentario y tu apoyo, Consciencia y Vida. Muchas veces en lo simple radican los embrollos del alma, y de sus contundentes espacios infinitos, se levanta con firmeza aquello que creemos escondido entre las sinuosidades de lo complejo.

      Por supuesto estaré encantado de participar en tu comunidad; espero tu invitación.
      Un saludo

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Otro enfoque de la cotidianeidad de las guerrillas. Muy emotivo

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  5. Otro enfoque de la cotidianeidad de las guerrillas. Muy emotivo

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