sábado, 5 de marzo de 2016

La visita a la fábrica


Selena sintió un escalofrío al adentrarse en la húmeda oscuridad de la nave y el miedo tensó su mano diminuta, aferrándose con fuerza a los nudosos dedos de su padre. La luz de la entrada parecía sesgada por un corte limpio sobre el suelo sucio y encharcado de la planta hormigonada, delimitando el aire puro del exterior y advirtiendo del infierno lóbrego, macilento y ajetreado de un tenebroso  interior.

Olía a pintura, a soldadura, a grasa de la maquinaria, a humedad… Había un tufo fuerte y la pequeña arrugó el entrecejo como si eso fuese a aliviar la furia de los gases abrasando sus fosas nasales y adhiriéndose a su garganta. Sus zapatitos blancos y pulcros pisaron un charco de agua turbia, y sintió el líquido frío mojando sus calcetines.

Las grandes máquinas conformaban una suerte de pasillo, jalonado por serios y sombríos operarios que se movían como autómatas en un baile reiterativo e inanimado; con su humanidad sepultada bajo los monos grises de trabajo y los sucios cascos que parecían robarles  la identidad.

Pequeñas grúas levantaban los toscos esqueletos metálicos de los electrodomésticos, trasladándolos a los distintos  puntos de la cadena de montaje.

Los ojos enormes y azules de la niña, succionaban las estampas tristes y circunspectas de los trabajadores. Y al hacerlo, exhalaban un miedo irracional hacia aquellos seres deshumanizados y manchados de grasa y pintura, que parecían alimentar con sus metódicos quehaceres a esa monstruosa maquinaria fabril que irradiaba más vida que los propios operarios que la hacían funcionar. 

En ocasiones, las sierras mecánicas emitían sus chillidos agudos y estridentes y lluvias torrenciales de chispas doradas desplegaban sus cortinas de fuego contra los espacios de la fábrica. Cables y brazos mecánicos se movían con pasmosa precisión ante el asombro de la pequeña y hermosa Selena, emitiendo sus escandalosas disfonías de calderines despresurizando,  engranajes desacoplándose, discos girando y friccionando, y pitidos avisando de tareas finalizadas o listas para iniciarse.

Sobre el cabello rubio y laceo de aquel pequeño ángel que rompía con su inocente figura infantil la sobriedad tensa de la industria, una diadema brillante con pequeñas y relucientes piedrecitas, coronaba y distinguía la inocencia vestida de un blanco puro e impoluto.

De su mano, Don José Fontcuberta de Torres Peralta, propietario de la empresa, caminaba con gesto altivo y mirada desafiante. Supervisando la producción y asintiendo a las explicaciones del director, que se deshacía en agasajos tratando de parecer digno del puesto que ocupaba.



Desde la profundidad umbría de la planta, las entrañas de la fábrica parecieron regurgitar una lozana figura, que empujando un traspalé cargado de chatarra, avanzó hacia la sobrecogida niña y su trajeado y altanero padre. 

Selena clavó su mirada en aquel joven que recortaba la distancia con rapidez, acercándose de frente y oculto el torso tras la carga que empujaba.


Al llegar a su altura, el trabajador cruzó con ella una mirada de sorpresa que corrigió con una súbita sonrisa;  la dedicó un guiño y un gesto amable que cautivaron a la pequeña.  Esta detuvo su tímido caminar y se volvió para ver como el chico se alejaba, preso de sus labores. Por alguna razón, la fugaz mueca cariñosa y serena del trabajador desdibujó el gris pardo y asfixiante del uniforme de trabajo, irradiando una luminosidad cargada de vitalidad que encontró las puertas abiertas de par en par de los ojos claros de la niña y caló en el corazón asustadizo y trémulo, sediento de calor. Mirando por encima del hombro, ignorando la creciente  distancia con el joven y desapercibido trabajador que se alejaba empujando el ruidoso traspalé,  Selena le consagró una  sonrisa amplia y sincera.

Él se llamaba Antonio y llevaba unos meses trabajando en la fábrica tras haber tenido que cerrar su taller mecánico en Vicálvaro. Su amigo Carlos Ledesma le consiguió el puesto en la planta de “electrodomésticos Lucero” de Alcorcón, aprovechando su posición en el sindicato.

Pero lo que ninguno sabía era que en ese instante, en el momento fugaz en que sus miradas se entrecruzaron, los hilos caprichosos y desquiciados del destino quedaron enredados; apresándolos a todos en un futuro interconectado.

 Al joven Antonio, a la pequeña e inocente Selena, al todopoderoso Sr. Fontcuberta y al duro sindicalista Carlos Ledesma, que observaba la escena desde la pasarela elevada que cruzaba la planta desde las alturas.

Los dados habían echado a rodar en ese momento sobre el tapete gris y enfebrecido de la sucia fábrica y el destino tortuoso se quedaba sin opciones. Mientras los partenaires sellaban la colisión de sus caminos sin percatarse de nada, y la fábrica paría sin recato su camada infinita de lavadoras y refrigeradores, el futuro se frotaba las manos,  orgulloso del argumento del guion que había dispuesto para todos aquellos seres.


                                                                                                                Ángel Molina 






4 comentarios:

  1. Vaya, el futuro se lavaba las manos: muy bueno. Como en el anterior creas una atmósfera envolvente con un dominio evidente del vocabulario "fabril". Espero que haya segunda parte.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Balbina. Habrá muchas más partes.
      Un saludo

      Eliminar
  2. Que gran verdad la del destino en el fondo de una mirada. Y que bien conseguido el ambiente, la suciedad imperante contrastando con la pureza de una sonrisa y unos ojos que miran (y yo he leído esa mirada y me he quedado prendado)
    Excelente relato que suscita muchos otros que estoy deseoso de mirar.
    Un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu comentario, Ben. Confío en que sigas mirando próximas entregas.
      Un saludo

      Eliminar