sábado, 23 de enero de 2016

El mercado de Collblanc

<< Por alguna razón, recuerdo caminar sorteando  las hojas podridas de lechuga, contagiadas del gris pardo del asfalto frío y  sucio del  mercado. Voy de la mano de mi madre.  Tratando de zapatear sobre  los charcos de agua negruzca que  se multiplican por toda la plaza. No me resulta fácil, pues "la mama" tira de mí con habilidad, eludiendo la proximidad de los infectos charcos de los que emanan regueros de rodadas de los carros de la compra. Un caótico enjambre de huellas se expande en todas direcciones.

Como si se tratara de citadinos capullos florecidos, los excrementos de las palomas parecen querer adornar con su estampado blanco verdecido, el insalubre piso urbano. Andamos deprisa y no puedo evitar chocar reiteradamente con bolsas, piernas y traseros de mujeres que gritan al verdulero desde los tumultos que se aglutinan alrededor de los puestos. Como un cuadro impresionista, se fusionan en la escena distintas gamas de grises. El del asfalto, el de las fachadas con sus sangrantes humedades chorreando, el del cielo encapotado, el de los gruesos abrigos de la gente; el de las pardas palomas, cojas y difíciles de asustar, acostumbradas al trajín y al gentío de la plaza de Collblanc.

 Huele a cemento mojado y a orínes. A verduras, a pescado, a colonia barata y a barrio obrero. Si cierro los ojos y presto atención, puedo sentir  aún el tacto de la mano de mi madre asiendo con fuerza la mía. Creo que íbamos a la tienda "del Jordi" y de "la  Marisa", a unas calles de allí. Yo buscaba con avidez el llamativo colorido del puesto de juguetes y chucherías que estallaba con sus deslumbrantes tonos,  rompiendo con la tristeza y la mezquindad del paraje suburbial. Como un oasis de luz y  ensueño  dentro de la desolación de un universo oscuro de adultos frenéticos e incomprensibles. 

Pero nada quebró el ocre marchito del mercado.  De nuevo, empezó a llover. Al atravesar la plaza, a la altura del quiosco, la multitud se diluía y la calle resultaba más cómoda de transitar. Me quejé porque me costaba seguir  el ritmo y, al tirar de mí, mi madre me hacía daño apretujándome los dedos de la mano cuando esta empezaba a escurrírsele. Debíamos tener prisa.>>


No es una vivencia intensa, decisiva. Es un retazo de cotidianeidad. Un harapo ajado de una lejana infancia. No tendría más de cuatro o cinco años. Pero el capricho de la memoria ha decidido grabarlo a fuego como icono de un tiempo que se fue. Supongo que la pervivencia de lo rutinario es esencial para la posterior comprensión de la esencia propia.


Juan Vallejo






Aspecto de la plaza donde se montaba el mercado de Collblanc antes de las olimpiadas de Barcelona, años en los cuales fue reformada. En los tiempos de la infancia de Juan, aún posteriores a los de la fotografía, todavía conservaba una imagen similar. 



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