<< Por alguna razón, recuerdo caminar
sorteando las hojas podridas de lechuga,
contagiadas del gris pardo del asfalto frío y
sucio del mercado. Voy de la mano
de mi madre. Tratando de zapatear
sobre los charcos de agua negruzca
que se multiplican por toda la plaza. No
me resulta fácil, pues "la mama" tira de mí con habilidad, eludiendo la
proximidad de los infectos charcos de los que emanan regueros de rodadas de los
carros de la compra. Un caótico enjambre de huellas se expande en todas
direcciones.
Como si se tratara de citadinos
capullos florecidos, los excrementos de las palomas parecen querer adornar con
su estampado blanco verdecido, el insalubre piso urbano. Andamos deprisa y no
puedo evitar chocar reiteradamente con bolsas, piernas y traseros de mujeres
que gritan al verdulero desde los tumultos que se aglutinan alrededor de los
puestos. Como un cuadro impresionista, se fusionan en la escena distintas gamas
de grises. El del asfalto, el de las fachadas con sus sangrantes humedades
chorreando, el del cielo encapotado, el de los gruesos abrigos de la gente; el
de las pardas palomas, cojas y difíciles de asustar, acostumbradas al trajín y
al gentío de la plaza de Collblanc.
Huele a cemento mojado y a orínes. A verduras, a pescado, a colonia barata y a barrio obrero. Si cierro los ojos y presto atención, puedo
sentir aún el tacto de la mano de mi
madre asiendo con fuerza la mía. Creo que íbamos a la tienda "del Jordi" y de "la Marisa", a
unas calles de allí. Yo buscaba con avidez el llamativo colorido del puesto de
juguetes y chucherías que estallaba con sus deslumbrantes tonos, rompiendo con la tristeza y la mezquindad del
paraje suburbial. Como un oasis de luz y
ensueño dentro de la desolación
de un universo oscuro de adultos frenéticos e incomprensibles.
Pero nada quebró el ocre marchito del mercado. De nuevo,
empezó a llover. Al atravesar la plaza, a la altura del quiosco, la multitud se
diluía y la calle resultaba más cómoda de transitar. Me quejé porque me costaba
seguir el ritmo y, al tirar de mí, mi
madre me hacía daño apretujándome los dedos de la mano cuando esta empezaba a
escurrírsele. Debíamos tener prisa.>>
No es una vivencia intensa,
decisiva. Es un retazo de cotidianeidad. Un harapo ajado de una lejana infancia.
No tendría más de cuatro o cinco años. Pero el capricho de la memoria ha
decidido grabarlo a fuego como icono de un tiempo que se fue. Supongo que la
pervivencia de lo rutinario es esencial para la posterior comprensión de la
esencia propia.
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