miércoles, 4 de mayo de 2016

La fotografía sobre la mesita de noche




La fotografía ha cambiado en los últimos años y la estampa íntima y agreste guardada con celo por aquel negativo, ha sido arrasada por la impertinente irrupción de los nuevos tiempos. El criminal galope de la vorágine inmobiliaria y el salvaje capitalismo del ladrillo, hundieron sus cascos devastadores en el tierno corazón de aquel rincón del mundo, arrasando el alma silvestre  e inocente de esos acantilados de roca, recogidos sobre las limpias calas de arena gruesa y aspecto perlado.

Pero décadas atrás, el pequeño Juan Manuel Domínguez Baena reía despreocupado con sus hermanos, retando al inmenso mar  con sus pequeñas incursiones contra las olas, que morían sangrando su espuma blanca sobre la playa. Un sol limpio y tórrido bruñía su piel infantil, tersa y fulgente por el agua, la crema y el sudor.

Durante el año, la familia vivía recluida en complejos de viviendas ajenas al mundo. Un espacio de lujos cercado por muros altos y alambradas de espino que mantenían la presión de un universo convulso arañando el exterior de sus defensas. Sólo en ocasiones, la familia escapaba de aquella aséptica atmósfera de suntuosidades para flotar entre la miseria del exterior en su burbuja siempre infranqueable de seguridad.

A la corta edad de ocho años, la carrera diplomática de su padre zarandeaba las velas de su común galeón, arrojándolos a todos contra los rincones más exóticos del planeta. Con toda la crudeza de la palabra “exótico” apuñalando el corazón y los grandes ojos del  pequeño Juan Manuel. Desde las entrañas negras y hambrientas de Bamako, hasta los olores a pólvora y a podrido de un  Kabúl desgarrado por una guerra infinita. Desde la macabra  violencia opresiva de San Salvador, hasta el ajetreo distendido de un Pekín siempre encapotado por una nube densa de contaminación.

Por aquellos lejanos tiempos, el pequeño Domínguez  tenía apenas conciencia de lo particular de su vida errante. Quizá algún arañazo en el alma producido por las escenas desnudas del pudor de lo seráfico. Quizá alguna quemadura en la ternura de un corazón aún permeable a las inclemencias del mundo. Quizá algún zarpazo en la garganta de las imágenes crudas que se sucedían más allá de la ventanilla blindada del coche diplomático con que perforaban la realidad ardiente y correosa de la necesidad ajena. Adormecidos por  las caricias hipnóticas del climatizador y los susurros melódicos de la música neutra del radiocasete.

Luego, como todos los veranos hasta aquél, un avión envuelto en la estampa fulgente del pájaro de la libertad les cargaba sobre sus lomos para navegar sobre un  mar de pálidos cirros y devolverles a las cálidas costas de Gerona. Y allí consumían sus días de estío. Desbocados por la proximidad de otros niños, de otras gentes, de un mismo idioma, de una seguridad marcada por la ausencia de los escoltas y el desvanecimiento de los mundos tensos y amenazantes de los despojados. Allí volvían a ser niños en un universo de ternura familiar y sonrisas distendidas. Y los pinos de los acantilados se inclinaban para contemplar ensimismados sus juegos sobre las arenas de las calas y los destellos de las olas.

Aquel sería uno de los últimos veranos que la familia disfrutase de aquella rutina agradable.

Poco después, un atentado en Beirut acabaría con la vida del  hermano mayor, y el cielo azul de la vida infantil se emborrascó; la lluvia fría de un dolor inmisericorde, desatento de la inocencia ávida de clemencia, empapó las ropas infantiles de un alma con acné de adolescente y ojeras de pesadilla. Y el mundo pareció cambiar de rumbo contra el naufragio del galeón familiar con las velas desgarradas y varado en una ola inmóvil. Congelado en la inmisericorde soledad de un océano desquiciado.

Así se quebró la idílica burbuja de los Domínguez, y todo el hedor del  mundo irrumpió sin reverencias en sus pulmones. Desde entonces, posicionado en un silencio sobrio, la densa inquina de la realidad se adhirió a la piel del pequeño Juan Manuel, y los países que habitaron durante los años siguientes se convirtieron en una obsesión para el hambre de un ansia de conocimiento que devoraba con desesperación preguntas y respuestas. Una vida apegada a las labores diplomáticas de su padre y su frío mundo de pasillos, reuniones y buenas maneras escondiendo ocultos intereses. Y al otro lado de los muros el eterno olor a podrido de las alcantarillas mezclándose en una pugna interminable con  el embriagador aroma de las especias, del pan caliente y de la carne de cordero a la brasa de los puestos callejeros.

De ese modo, entre la pinza de dos realidades irreconciliables, el pequeño Juan Manuel fue muriendo; y el joven diplomático y político Domínguez Baena fue haciéndose un hueco a la sombra de su padre y al calor de esos mundos que ilustraban su conciencia y su percepción. Cada rincón del orbe que sus ojos apresaron, dejó su tatuaje en su piel y su olor en sus pulmones. Y así, Domínguez se hizo a sí mismo como a un tapiz de retazos y jirones de planetas distintos y agónicos, bordados sobre la seda uniforme de una vida de lujos y de cariñosas atenciones, pero con el hilo del dolor, y las fragancias de las grandes cosas tratadas con la sutileza amable de lo intranscendente.

Tristemente, aquellos años lejanos de paz y pureza, previos a la muerte de su hermano Jaime, quedaron desterrados al sótano de la memoria, donde los recuerdos se cubren de polvo y de telarañas. Pero la familia alegre que una vez fuera, con el mar a la espalda, fundidos en un abrazo común, sonreía  desde los  días pretéritos al objetivo de la cámara. 

Sólo una fotografía robada a un segundo de actividad despreocupada y felicidad impetuosa, conservaba el brillo tenue de un tiempo pasado desde el marco de madera sobre la mesita de noche de Don José Manuel Domínguez Baena, actual ministro del interior del gobierno español. 


Ángel Molina

1 comentario:

  1. Hola Sergio, por fin has vuelto. Me había acostumbrado a tu relatos y sus personajes y me ha gustado verte aparecer otra vez.
    Espero el día en que por fin estos personajes se junten y nos entregues una histiría que presumo será muy buena

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