martes, 6 de junio de 2017

El tobogán de Vallecas

El colegio era un mundo cerrado; seguro. Un espacio por el que el pequeño Borja medraba con la naturalidad y espontaneidad que su prepotencia natural  imprimía a sus días. Rodeado siempre y jaleado por aquella caterva de incondicionales que idolatraban las maneras soberbias de su líder. Allí, entre los suyos; dónde el uniforme escolar no suponía un hecho diferenciador, ni señalarse como blanco de las risas y las amenazas de otros niños, Borja daba rienda suelta a sus instintos.

En aquel reducido universo de las élites, las castas y los apellidos estratificaban las relaciones infantiles, reproduciendo el mundo de sus padres. Borja era un Fontcuberta, y eso predisponía a los demás a una obediencia ciega y a un respeto irracional.

Pero también alimentaba un ego infinito y un sentimiento de impunidad tan aplastante, que parecía prender un halo místico sobre su cabeza repeinada y engominada.

Borja Fontcuberta era temido por su incapacidad para la empatía. Como un general romano, enviaba a sus huestes serviles a robar, a golpear, a chantajear… El patio aterrorizado era su propiedad y los demás niños, seres inferiores que le debían respeto. Nadie se planteaba discrepar. Ni siquiera él mismo. Las cosas eran así porque así tenían que ser.

Pero aquel sucio parque de Vallecas era horriblemente intimidatorio. Nada que ver con el patio de la escuela privada.  Por alguna razón que le era desconocida, su abuelo Braulio le había dejado allí tras recogerlo del colegio, y le había pedido que esperase unos minutos mientras realizaba unas gestiones en un local próximo a la plaza.

Aquel era un hábitat hostil. Los niños, sucios y con las rodillas magulladas, corrían y gritaban a su alrededor sin prestarle ninguna atención, mientras él permanecía de pie. Inmóvil. Cómo un gato desconfiado. Escudriñando cada rostro, volviéndose ante cada chillido infantil. Todos aquellos niños sucios y escandalosos, vestidos con camisetas tapizadas de manchas y pantalones cortos de deporte, ignoraban su apellido y su leyenda.

Tras unos minutos congelado, con su estampa descontextualizada de niño rico rompiendo el equilibrio de la escena suburbial, dirigió sus pasos hacia los chavales que esperaban su turno al pie del tobogán, guardando algo parecido a una cola.

No supo bien porqué, pero el impulso natural le llevó a plantar su figura frente a una niña más pequeña que él, que ocupaba el primer puesto de la fila. La desplazó con desdén y lanzó una mirada desafiante al resto del grupo. Luego sonrió con la arrogancia acuchillando la comisura de sus labios mientras un silencio surgido de la sorpresa, aplacó el vocerío de los críos.

Vistiendo aún el uniforme escolar, con sus lustrosos zapatos y la americana añil de botones dorados, encaró la escala y empezó a subir al tobogán.

Sintió un escalofrío cuando una mano asió con fuerza su tobillo en el momento que estaba a punto de coronar el último escalón. Luego, todo su mundo pareció derrumbarse cuando esa misma mano tiró con fuerza de su pierna y le hizo perder el equilibrio. Cayó a plomo. La barbilla chocó contra la rampa del tobogán y sus rodillas y espinillas chocaron con las barras metálicas de la escalera mientras su cuerpo caía aparatosamente contra la tierra. La niña a la que acababa de empujar, con el pelo revuelto y una expresión salvaje en el rostro, surcado de sucios churretes de sudor, lanzó una tormenta de patadas contra su cabeza mientras la  algarabía estallaba en un éxtasis jubiloso. Borja quiso gritar, pero el nudo en  la garganta oprimía con tal fuerza, que apenas un gemido inaudible conseguía escapar de su garganta. La sangre empapaba su cara y el dolor, aún narcotizado por la adrenalina, empezaba a expandirse como un torrente desenfrenado por todo su cuerpo. Se encogió cuanto pudo, acurrucado. La espalda contra la arena y el sabor de la sangre en la boca.

Una nube de polvo se levantó a su alrededor cuando, en apenas unos segundos,  los demás niños se sumaron a la lujuria de golpes. Cerró los ojos con fuerza. La granizada de puñetazos de aquella horda parecía no tener  fin.

- ¡Escupidle, escupidle! Matad a ese pijo hijo de puta.

Pero  lo que más le dolía era la risa. Podía oír las risas estridentes de todos por encima de los golpes secos y los alaridos. Por encima de los insultos.

Aquel infierno duró apenas medio minuto, antes de que los gritos graves de su abuelo pusieran a los niños a la fuga. Borja quedó tendido en el suelo, llorando casi en silencio. Con el orgullo tan machacado como el cuerpo ensangrentado, y su vanidad tan deshilachada como la americana añil mellada de botones dorados. Cuando su abuelo le reincorporó, sintió la humedad entre las piernas. Se había orinado encima.



Ángel Molina

No hay comentarios:

Publicar un comentario