La boina negra, ligeramente
ladeada, proyectaba una sombra difuminada por la claridad refractada desde los
adoquines de la acera. Los ojos minúsculos brindaban destellos de una
sempiterna ternura. Bajo la prenda de cabeza, mantenía una tupida cabellera
de un radiante tono níveo. La piel
clara; los altos y prominentes pómulos rojizos, tostados por el citadino sol
del verano barcelonés. De facciones angulosas, elevaba la barbilla ligeramente
cuando se dirigía a su interlocutor, lo que, unido a una media sonrisa
imborrable y a unos párpados ligeramente cerrados, confería a su expresión un aire humildemente
socarrón. Una barba canosa de dos días endurecía la tez limpia de un rostro
fulgente, grabado con una impronta amable de innata honestidad. Sentado en el
banco, las manos reposando, la una sobre la otra, en la empuñadura convexa del
bastón. Camisa blanca, pulcra, límpida,
abotonada hasta el cuello y cubierta por una tosca chaqueta negra.
Acompañado siempre del fuerte olor a eucalipto de sus caramelos.
“Abre las manos”, ¡las dos, hombre;
las dos! …juntas… eso es”. Y la
concavidad diminuta de mis manos infantiles se veía desbordada por una lluvia
torrencial de caramelos de envoltura verdiblanca. Al principio, años atrás, no
me gustaban. Sentía como si me aspirasen el aire de los pulmones, dejando en su
lugar una gélida escarcha adherida a las paredes de las vías respiratorias y un
ardor desesperante en la lengua. Se me cristalizaban los ojos. Luego, con el
paso del tiempo, me fui acostumbrando a
ellos y acabaron por agradarme.
Juan, el yayo Juan, conversaba con
un amigo en un banco de la plaza de Pubilla Casas. Mi hermano y yo
permanecíamos sentados en el suelo, frente a ellos. Sus labios finos perfilaban
una amable sonrisa. Mi madre andaba por el barrio, despidiéndose de algunos
conocidos en compañía de mis tías.
Debían quedar uno o dos días para que nos mudáramos a
Madrid y casi con timidez, el abuelo me
sugirió bromeando que le dejáramos a mi hermana en el piso. Que él la cuidaría.
Eludí responder, pero insistió un par de veces y pensé que no podría
escaquear la comprometedora
contestación. Lo intenté. Le dije que no, que la teníamos que llevar con
nosotros; que era muy pequeña. Por aquel entonces no debía tener más que unos
meses.
“Bueno, yo he cuidado a muchas niñas y eso no se olvida. –sonrió- La
cuidaré bien, no te preocupes”. Llegados a este punto creí necesario argumentar
mi negativa a pesar de que me resultara incómodo.
“Es que tu eres ya muy mayor.
Imagínate que te mueres con ella en brazos y se te cae…”.
Él y su amigo
estallaron en una carcajada y comentaron algo entre risas. Luego se dirigió a
mí para decirme que de veras me preocupaba por Anita, que debía quererla mucho.
Después, volviendo al meollo de mi objeción,
me dijo que no me inquietase por eso, que aún le quedaban muchos años,
que no era tan viejo. Y en verdad transmitía lozanía.
Contra todo pronóstico
murió unos meses antes que su mujer, no tantos años más tarde como hubiéramos imaginado.
Cuando a través del cristal del
tanatorio vi su cuerpo amortajado, tuve
la sensación de que era la primera vez que no irradiaba ese halo de felicidad
despreocupada. Tenía el rostro desencajado y supuraba a través de los algodones
de los oídos y de la nariz. Era la primera vez que contemplaba un cadáver y me pareció inmensamente muerto.
Juan Vallejo
Sencillo y redondo, buenísimo. Yo también tengo un abuelo inmensamente muerto (soberbio) con su boina y su camisa blanca. Me gustan tus relatos, iré curioseando por aquí de cuando en cuando.
ResponderEliminarMuchas gracias.
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