Hay personas que no nacen personas. Hay embriones de persona que
simplemente son arrastrados a un mundo insípido que moldea su inconsistencia a
golpe de hormas que preceden sus alumbramientos. Domados por las rigideces de
tinta impresa en documentos de identidad; por cárceles disfrazadas de zaguanes
con cunas y sonajeros; por barricadas de amor contra la carga desesperada y
suicida de un mundo histérico y macabro. Sostenidos por caricias que apuntalan
el ánimo derrota tras derrota y jornada tras jornada; alimentados por la rutina
tediosa de tres comidas diarias y el efecto hipnótico de la televisión con su
sermón apestando a cloroformo. Sometidos al corsé de lo que de ellas se espera,
y que acaba intoxicando sus propios anhelos e imponiendo su negra
inconsciencia. Y a fuerza de no ser nada más que una inercia ciega y sorda, a
fuerza de dejarse llevar por la corriente del tiempo que les consume, la
sociedad los reconoce como sus hijos bastardos y con una arrogancia
condescendiente, les registra finalmente como personas.
Pero la humanidad de Mario Espada no la forjaron los apellidos que nunca
tuvo, sino unos puños rápidos como descargas eléctricas, y furiosos como la
desesperación más desquiciada, contenida en las costras sangrantes de unos
nudillos mugrientos e infantiles. La resignación cinceló las aristas de su
estómago y recortó las distancias de su horizonte. A la dignidad escurridiza tuvo que reinventarla
una y otra vez, tras cada ocasión en que la vida le daba jaque mate. Y tantas
noches muerto entre los adoquines de los estrechos y sucios callejones; y
tantas veces resucitado al estrenar otra
fuga más del orfanato de turno. Las rodillas abrasadas por el asfalto, las cejas
partidas, las mil y una heridas con que la suerte parda besó su cuerpo,
aprendieron a cicatrizar con las gasas infectas de la intemperie. Las caricias
que le exorcizaron el alma costaban mil
duros en el antro de la esquina. Y las lágrimas que, al abrigo de la soledad y el
silencio acuchillaban sus mejillas, arrastraban la hiel y la pena que le
corroían las entrañas.
Se aprende más de la vida cuando se la observa en perspectiva, desde las
orillas frías de la muerte, sintiendo sus gélidos y sulfúricos alientos. Las
manos encallecidas del niño, mostraban en las páginas de carne de sus pliegues
un pasado tan breve como sufrido.
Algún gurú de las navajas con un chute de metafísica corriéndole por las
venas, le dijo una vez que uno es esclavo de sus palabras pero dueño de sus
silencios. Y Mario comprendió pronto que todo lo callado se amontonaba y se oxidaba
varado en la garganta, provocándole un dolor que le desgarraba el pecho pero
alimentaba la reflexión.
Y a golpe de silencios y crochés, la
calle le dio un alias y un par de apellidos.
El amor le fue siempre esquivo, pero en lugar de una familia, la vida le
concedió un hueco en una manada de lobos de barrio que le mantuvo vivo durante
unos años. Durmiendo entre cartones primero, y después en pisos de mala muerte
de paredes húmedas y desconchadas, compartidos por un número oscilante de negros
individuos sin pasado ni futuro.
El Pozo del Tío Raimundo, que veinte años antes marcara la infancia de
Carlos Ledesma, se había transformado en los postreros ochenta en un infierno
de desposeídos de alma, que se arrastraban como babosas impulsadas solo por los latidos del mono que
les consumía.
Un ángel tatuado, con cazadora, pistola y un rosario de antecedentes le hizo ver que en el mundo había dos clases
de personas, los que consumían drogas y los que las vendían.
Mario asintió en silencio, y a
fuerza de trapichear reunió lo necesario como para coger la distancia suficiente y por primera vez, verse
a sí mismo en el mundo. Las cuestiones
que encallaban ahora en su garganta, preguntaban a gritos tantos porqués que el
dolor se hacía insoportable.
Tiempo después, como siguiendo un guion preconcebido, aquel mismo ángel suburbial
de patillas largas y esclavas de plata en las muñecas, le consiguió un curro de
aprendiz en una fábrica de pinturas y le amenazó, acariciándole el pómulo con
la hoja de una navaja, con rebanarle el pescuezo como le volviese a ver con la
manada de la que él mismo era miembro destacado. Pero poco más tarde, al enviado de los cielos le
cayeron varios inviernos en Carabanchel y Mario entendió la moraleja del
asunto.
Siempre ilegal, siempre bajo cuerda, siempre sudando a escondidas una paga
mísera que complementaba con un mercadeo esporádico de drogas. Contaba solo trece
años cuando el mundo del trabajo apresó sus alas y sus horas, tiznando con
premura la sombra azulada de sus ojeras. Y los ritmos metálicos de las fábricas
alimentaron la maquinaria de su propia conciencia, sustituyendo con el pasar de
los años el ansia de la supervivencia por la rabia de la rebelión.
La sociedad podría seguir mirando hacia otro lado con la arrogancia desprendiéndose
de sus gestos presuntuosos. Podría seguir dándole la espalda, pisándole, escupiéndole
y mofándose de su suerte.
Pero Mario Espada era ya consciente de que, aunque jamás nadie se lo
reconociese, él se había ganado a pulso la consideración de persona que el
destino trataba de arrebatarle.
Ángel Molina
Creo que empiezo a entender la magnitud de lo que estás haciendo, enramando una historia compleja, fluyendo nudos bulbosos de los que nacen nuevas ramificaciones. Es una apuesta difícil y valiente que estás solventando con destreza. Creo que voy a anidar por aquí para saciar mi curiosidad. Te leo.
ResponderEliminarSí. Así es. Y no es fácil aunque el boceto original en mi mente se dibujaba más claro. Pero en fin, me dejaré llevar. A ver dónde acabo varado.
ResponderEliminarGracias, Ben.
Me he envuelto en el mundo dramático y sacrificado de Mario, entiendo que continuará, por tanto, seré visitante en lo que sigue.
ResponderEliminarSaludos Sergio.
Me he envuelto en el mundo dramático y sacrificado de Mario, entiendo que continuará, por tanto, seré visitante en lo que sigue.
ResponderEliminarSaludos Sergio.
Muchas gracias, Viviana.
EliminarEfectivamente, y en cierto modo, quizá no el que esperes, la historia de Mario continuará.
Un abrazo.
Tengo la misma impresión que Ben. Seguiré hasta ver cuando confluyen estos personajes. Alguno tienen usan buena carga personal
ResponderEliminarQué bueno, Sergio, hay continuidad. Qué 'entr-amado' relato, qué tapiz. Muy bueno.
ResponderEliminarMuchas gracias Balbina. Me alegra que te guste. Me animas a continuar.
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