lunes, 14 de marzo de 2016

Un par de apellidos



Hay personas que no nacen personas. Hay embriones de persona que simplemente son arrastrados a un mundo insípido que moldea su inconsistencia a golpe de hormas que preceden sus alumbramientos. Domados por las rigideces de tinta impresa en documentos de identidad; por cárceles disfrazadas de zaguanes con cunas y sonajeros; por barricadas de amor contra la carga desesperada y suicida de un mundo histérico y macabro. Sostenidos por caricias que apuntalan el ánimo derrota tras derrota y jornada tras jornada; alimentados por la rutina tediosa de tres comidas diarias y el efecto hipnótico de la televisión con su sermón apestando a cloroformo. Sometidos al corsé de lo que de ellas se espera, y que acaba intoxicando sus propios anhelos e imponiendo su negra inconsciencia. Y a fuerza de no ser nada más que una inercia ciega y sorda, a fuerza de dejarse llevar por la corriente del tiempo que les consume, la sociedad los reconoce como sus hijos bastardos y con una arrogancia condescendiente, les registra finalmente como personas.

Pero la humanidad de Mario Espada no la forjaron los apellidos que nunca tuvo, sino unos puños rápidos como descargas eléctricas, y furiosos como la desesperación más desquiciada, contenida en las costras sangrantes de unos nudillos mugrientos e infantiles. La resignación cinceló las aristas de su estómago y recortó las distancias de su horizonte. A la dignidad escurridiza tuvo que reinventarla una y otra vez, tras cada ocasión en que la vida le daba jaque mate. Y tantas noches muerto entre los adoquines de los estrechos y sucios callejones; y tantas veces resucitado al estrenar  otra fuga más del orfanato de turno. Las rodillas abrasadas por el asfalto, las cejas partidas, las mil y una heridas con que la suerte parda besó su cuerpo, aprendieron a cicatrizar con las gasas infectas de la intemperie. Las caricias que le exorcizaron el alma costaban  mil duros  en el antro de la esquina. Y  las lágrimas que, al abrigo de la soledad y el silencio acuchillaban sus mejillas, arrastraban la hiel y la pena que le corroían las entrañas.

Se aprende más de la vida cuando se la observa en perspectiva, desde las orillas frías de la muerte, sintiendo sus gélidos y sulfúricos alientos. Las manos encallecidas del niño, mostraban en las páginas de carne de sus pliegues un pasado tan breve como sufrido.

Algún gurú de las navajas con un chute de metafísica corriéndole por las venas, le dijo una vez que uno es esclavo de sus palabras pero dueño de sus silencios. Y Mario comprendió pronto que todo lo callado se amontonaba y se oxidaba varado en la garganta, provocándole un dolor que le desgarraba el pecho pero alimentaba la reflexión.

Y a golpe de silencios y crochés,  la calle le dio un alias y un par de apellidos.  

El amor le fue siempre esquivo, pero en lugar de una familia, la vida le concedió un hueco en una manada de lobos de barrio que le mantuvo vivo durante unos años. Durmiendo entre cartones primero, y después en pisos de mala muerte de paredes húmedas y desconchadas, compartidos por un número oscilante de negros individuos sin pasado ni futuro.

El Pozo del Tío Raimundo, que veinte años antes marcara la infancia de Carlos Ledesma, se había transformado en los postreros ochenta en un infierno de desposeídos de alma, que se arrastraban como babosas  impulsadas solo por los latidos del mono que les consumía.

Un ángel tatuado, con cazadora, pistola y  un rosario de antecedentes  le hizo ver que en el mundo había dos clases de personas, los que consumían drogas y los que las vendían.

Mario asintió en silencio,  y a fuerza de trapichear reunió lo necesario como para coger la  distancia suficiente y por primera vez, verse a sí mismo en el mundo.  Las cuestiones que encallaban ahora en su garganta, preguntaban a gritos tantos porqués que el dolor se hacía insoportable.

Tiempo después, como siguiendo un guion preconcebido, aquel mismo ángel suburbial de patillas largas y esclavas de plata en las muñecas, le consiguió un curro de aprendiz en una fábrica de pinturas y le amenazó, acariciándole el pómulo con la hoja de una navaja, con rebanarle el pescuezo como le volviese a ver con la manada de la que él mismo era miembro destacado.  Pero poco más tarde, al enviado de los cielos le cayeron varios inviernos en Carabanchel y Mario entendió la moraleja del asunto.

Siempre ilegal, siempre bajo cuerda, siempre sudando a escondidas una paga mísera que complementaba con un mercadeo esporádico de drogas. Contaba solo trece años cuando el mundo del trabajo apresó sus alas y sus horas, tiznando con premura la sombra azulada de sus ojeras. Y los ritmos metálicos de las fábricas alimentaron la maquinaria de su propia conciencia, sustituyendo con el pasar de los años el ansia de la supervivencia por la rabia de la rebelión.

La sociedad podría seguir mirando hacia otro lado con la arrogancia desprendiéndose de sus gestos presuntuosos. Podría seguir dándole la espalda, pisándole, escupiéndole y mofándose de su suerte.

Pero Mario Espada era ya consciente de que, aunque jamás nadie se lo reconociese, él se había ganado a pulso la consideración de persona que el destino trataba de arrebatarle.




               Ángel Molina

8 comentarios:

  1. Creo que empiezo a entender la magnitud de lo que estás haciendo, enramando una historia compleja, fluyendo nudos bulbosos de los que nacen nuevas ramificaciones. Es una apuesta difícil y valiente que estás solventando con destreza. Creo que voy a anidar por aquí para saciar mi curiosidad. Te leo.

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  2. Sí. Así es. Y no es fácil aunque el boceto original en mi mente se dibujaba más claro. Pero en fin, me dejaré llevar. A ver dónde acabo varado.
    Gracias, Ben.

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  3. Me he envuelto en el mundo dramático y sacrificado de Mario, entiendo que continuará, por tanto, seré visitante en lo que sigue.
    Saludos Sergio.

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  4. Me he envuelto en el mundo dramático y sacrificado de Mario, entiendo que continuará, por tanto, seré visitante en lo que sigue.
    Saludos Sergio.

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    1. Muchas gracias, Viviana.
      Efectivamente, y en cierto modo, quizá no el que esperes, la historia de Mario continuará.
      Un abrazo.

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  5. Tengo la misma impresión que Ben. Seguiré hasta ver cuando confluyen estos personajes. Alguno tienen usan buena carga personal

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  6. Qué bueno, Sergio, hay continuidad. Qué 'entr-amado' relato, qué tapiz. Muy bueno.

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    1. Muchas gracias Balbina. Me alegra que te guste. Me animas a continuar.

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